DISCURSO
DEL PAPA FRANCISCO EN EL IV ENCUENTRO DE MOVIMIENTOS POPULARES
SABADO 5 DE NOVIEMBRE DE
2016
Hermanas y hermanos, buenas tardes.
En este nuestro tercer encuentro expresamos la misma sed, la sed
de justicia, el mismo clamor: tierra, techo y trabajo para todos.
Agradezco a los delegados, que han llegado desde las periferias
urbanas, rurales y laborales de los cinco continentes, de más de 60 países, a
debatir una vez más cómo defender estos derechos que nos convocan. Gracias a
los Obispos que vinieron a acompañarlos. Gracias también a los miles de
italianos y europeos que se han unido hoy al cierre de este Encuentro. Gracias
a los observadores y jóvenes comprometidos con la vida pública que vinieron con
humildad a escuchar y aprender. ¡Cuánta esperanza tengo en los jóvenes! Le
agradezco también a Usted, Señor Cardenal Turkson, el trabajo que han hecho en
el Dicasterio; y también quisiera mencionar el aporte del ex Presidente
uruguayo José Mujica que está presente.
En nuestro último encuentro, en Bolivia, con mayoría de
Latinoamericanos, hablamos de la necesidad de un cambio para que la vida sea
digna, un cambio de estructuras; también de cómo ustedes, los movimientos
populares, son sembradores de ese cambio, promotores de un proceso en el que confluyen
millones de acciones grandes y pequeñas encadenadas creativamente, como en una
poesía; por eso quise llamarlos “poetas sociales”; y también enumeramos algunas
tareas imprescindibles para marchar hacia una alternativa humana frente a la
globalización de la indiferencia: 1. poner la economía al servicio de los
pueblos; 2. construir la paz y la justicia; 3. defender la Madre Tierra.
Ese día, en la voz de una
cartonera y de un campesino, se dio lectura a las conclusiones, los diez puntos
de Santa Cruz de la Sierra, donde la palabra cambio estaba preñada de gran
contenido, estaba enlazada a cosas fundamentales que ustedes reivindican:
trabajo digno para los excluidos del mercado laboral; tierra para los
campesinos y pueblos originarios; vivienda para las familias sin techo;
integración urbana para los barrios populares; erradicación de la
discriminación, de la violencia contra la mujer y de las nuevas formas de
esclavitud; el fin de todas las guerras, del crimen organizado y de la
represión; libertad de expresión y comunicación democrática; ciencia y
tecnología al servicio de los pueblos. Escuchamos también cómo se comprometían
a abrazar un proyecto de vida que rechace el consumismo y recupere la
solidaridad, el amor entre nosotros y el respeto a la naturaleza como valores
esenciales. Es la felicidad de «vivir bien» lo que ustedes reclaman, la «vida
buena», y no ese ideal egoísta que engañosamente invierte las palabras y
propone la «buena vida».
Quienes hoy estamos aquí, con orígenes, creencias e ideas
diversas, tal vez no estemos de acuerdo en todo, seguramente pensamos distinto
en muchas cosas, pero coincidimos en esos puntos.
Supe también de encuentros y talleres realizados en distintos
países donde multiplicaron los debates a la luz de la realidad de cada comunidad.
Eso es muy importante porque las soluciones reales a las problemáticas actuales
no van a salir de una, tres o mil conferencias: tienen que ser fruto de un
discernimiento colectivo que madure en los territorios junto a los hermanos, un
discernimiento que se convierte en acción transformadora «según los lugares,
tiempos y personas» como diría san Ignacio. Si no, corremos el riesgo de las
abstracciones, de «los nominalismos declaracionistas (slogans) que son bellas
frases pero no logran sostener la vida de nuestras comunidades» (Carta al
Presidente de la Pontificia Comisión Para América Latina, 19 de marzo de 2016).
El colonialismo ideológico globalizante procura imponer recetas supraculturales
que no respetan la identidad de los Pueblos. Ustedes van por otro camino que
es, al mismo tiempo, local y universal. Un camino que me recuerda cómo Jesús
pidió organizar a la multitud en grupos de cincuenta para repartir el pan (Cf.
Homilía en la Solemnidad de Corpus Christi, Buenos Aires, 12 de junio de 2004).
Recién pudimos ver el video que han presentado a modo de
conclusión de este tercer Encuentro. Vimos los rostros de ustedes en los
debates sobre qué hacer frente a «la inequidad que engendra violencia». Tantas
propuestas, tanta creatividad, tanta esperanza en la voz de ustedes que tal vez
sean los que más motivos tienen para quejarse, quedar encerrados en los
conflictos, caer en la tentación de lo negativo. Pero, sin embargo, miran hacia
adelante, piensan, discuten, proponen y actúan. Los felicito, los acompaño, les
pido que sigan abriendo caminos y luchando. Eso me da fuerza, nos da fuerza.
Creo que este dialogo nuestro, que se suma al esfuerzo de tantos millones que
trabajan cotidianamente por la justicia en todo el mundo, va echando raíces.
El terror y los muros
Sin embargo, esa germinación que es lenta, que tiene sus tiempos
como toda gestación, está amenazada por la velocidad de un mecanismo
destructivo que opera en el sentido contrario. Hay fuerzas poderosas que pueden
neutralizar este proceso de maduración de un cambio que sea capaz de desplazar
la primacía del dinero y coloque nuevamente en el centro al ser humano. Ese
«hilo invisible» del que hablamos en Bolivia, esa estructura injusta que enlaza
a todas las exclusiones que ustedes sufren, puede endurecerse y convertirse en
un látigo, un látigo existencial que, como en el Egipto del Antiguo Testamento,
esclaviza, roba la libertad, azota sin misericordia a unos y amenaza
constantemente a otros, para arriar a todos como ganado hacia donde quiere el
dinero divinizado.
¿Quién gobierna entonces? El dinero ¿Cómo gobierna? Con el
látigo del miedo, de la inequidad, de la violencia económica, social, cultural
y militar que engendra más y más violencia en una espiral descendente que
parece no acabar jamás. ¡Cuánto dolor, cuánto miedo! Hay -lo dije hace poco-,
hay un terrorismo de base que emana del control global del dinero sobre la
tierra y atenta contra la humanidad entera. De ese terrorismo básico se
alimentan los terrorismos derivados como el narcoterrorismo, el terrorismo de
estado y lo que erróneamente algunos llaman terrorismo étnico o religioso.
Ningún pueblo, ninguna religión es terrorista. Es cierto, hay pequeños grupos
fundamentalistas en todos lados. Pero el terrorismo empieza cuando «has
desechado la maravilla de la creación, el hombre y la mujer, y has puesto allí
el dinero» (Conferencia de prensa en el Vuelo de Regreso del Viaje Apostólico a
Polonia, 31 de julio de 2016). Ese sistema es terrorista.
Hace casi cien años, Pío XI preveía el crecimiento de una
dictadura económica mundial que él llamó «imperialismo internacional del
dinero» (Carta Enc. Quadragesimo Anno, 15 de mayo de 1931, 109). El aula
en la que estamos ahora se llama “Paolo VI”, y fue Pablo VI quien denunció hace
casi cincuenta año las «nueva forma abusiva de dictadura económica en el campo
social, cultural e incluso político» (Carta Ap. Octogesima adveniens, 14 de
mayo de 1971, 44). Son palabras duras pero justas de mis antecesores que
avizoraron el futuro. La Iglesia y los profetas dijeron, hace milenios, lo que
tanto escandaliza que repita el Papa en este tiempo cuando todo aquello alcanza
expresiones inéditas. Toda la doctrina social de la Iglesia y el magisterio de
mis antecesores se rebelan contra el ídolo-dinero que reina en lugar de servir,
tiraniza y aterroriza a la humanidad.
Ninguna tiranía se sostiene sin explotar nuestros miedos. De ahí
que toda tiranía sea terrorista. Y cuando ese terror, que se sembró en las
periferias con masacres, saqueos, opresión e injusticia, explota en los centros
con distintas formas de violencia, incluso con atentados odiosos y cobardes,
los ciudadanos que aún conservan algunos derechos son tentados con la falsa
seguridad de los muros físicos o sociales. Muros que encierran a unos y
destierran a otros. Ciudadanos amurallados, aterrorizados, de un lado;
excluidos, desterrados, más aterrorizados todavía, del otro. ¿Es esa la vida
que nuestro Padre Dios quiere para sus hijos?
Al miedo se lo alimenta, se lo manipula… Porque el miedo, además
de ser un buen negocio para los mercaderes de armas y de muerte, nos debilita,
nos desequilibra, destruye nuestras defensas psicológicas y espirituales, nos
anestesia frente al sufrimiento ajeno y al final nos hace crueles. Cuando
escuchamos que se festeja la muerte de un joven que tal vez erró el camino,
cuando vemos que se prefiere la guerra a la paz, cuando vemos que se generaliza
la xenofobia, cuando constatamos que ganan terreno las propuestas intolerantes;
detrás de esa crueldad que parece masificarse está el frío aliento del miedo.
Les pido que recemos por todos los que tienen miedo, recemos para que Dios les
dé el valor y que en este año de la misericordia podamos ablandar nuestros
corazones. La misericordia no es fácil, no es fácil… requiere coraje. Por eso
Jesús nos dice: «No tengan miedo» (Mt 14,27), pues la misericordia es el mejor
antídoto contra el miedo. Es mucho mejor que los antidepresivos y los
ansiolíticos. Mucho más eficaz que los muros, las rejas, las alarmas y las
armas. Y es gratis: es un don de Dios.
Queridos hermanos y hermanas: todos los muros caen. No nos
dejemos engañar. Como han dicho ustedes: «Sigamos trabajando para construir
puentes entre los pueblos, puentes que nos permitan derribar los muros de la
exclusión y la explotación» (Documento Conclusivo del II Encuentro Mundial de
los Movimientos Populares, 11 de julio de 2015, Cruz de la Sierra, Bolivia).
Enfrentemos el Terror con Amor.
El amor y los puentes
Un día como hoy, un sábado, Jesús hizo dos cosas que, nos dice
el Evangelio, precipitaron la conspiración para matarlo. Pasaba con sus
discípulos por un campo, un sembradío. Los discípulos tenían hambre y comieron
las espigas. Nada se nos dice del «dueño» de aquel campo… subyacía el destino
universal de los bienes. Lo cierto es que frente al hambre, Jesús priorizó la
dignidad de los hijos de Dios sobre una interpretación formalista, acomodaticia
e interesada de la norma. Cuando los doctores de la ley se quejaron con
indignación hipócrita, Jesús les recordó que Dios quiere amor y no sacrificios,
y les explicó que el sábado está hecho para el ser humano y no el ser humano
para el sábado (cf. Mc 2,27). Enfrentó al pensamiento hipócrita y suficiente
con la inteligencia humilde del corazón (cf. Homilía, I Congreso de
Evangelización de la Cultura, Buenos Aires, 3 de noviembre de 2006), que
prioriza siempre al ser humano y rechaza que determinadas lógicas obstruyan su
libertad para vivir, amar y servir al prójimo.
Y después, ese mismo día, Jesús hizo algo «peor», algo que
irritó aún más a los hipócritas y soberbios que lo estaban vigilando porque
buscaban alguna excusa para atraparlo. Curó la mano atrofiada de un hombre. La
mano, ese signo tan fuerte del obrar, del trabajo. Jesús le devolvió a ese
hombre la capacidad de trabajar y con ello le devolvió la dignidad. Cuántas
manos atrofiadas, cuantas personas privadas de la dignidad del trabajo, porque
los hipócritas para defender sistemas injustos, se oponen a que sean sanadas. A
veces pienso que cuando ustedes, los pobres organizados, se inventan su propio
trabajo, creando una cooperativa, recuperando una fábrica quebrada, reciclando
el descarte de la sociedad de consumo, enfrentando las inclemencias del tiempo
para vender en una plaza, reclamando una parcela de tierra para cultivar y
alimentar a los hambrientos, están imitando a Jesús porque buscan sanar, aunque
sea un poquito, aunque sea precariamente, esa atrofia del sistema
socioeconómico imperante que es el desempleo. No me extraña que a ustedes
también a veces los vigilen o los persigan y tampoco me extraña que a los
soberbios no les interese lo que ustedes digan.
Jesús, ese sábado, se jugó la vida porque después de sanar esa
mano, fariseos y herodianos (cf. Mc 3,6), dos partidos enfrentados entre
sí, que temían al pueblo y también al imperio, hicieron sus cálculos y se
confabularon para matarlo. Sé que muchos de ustedes se juegan la vida. Sé que
algunos no están hoy acá porque se jugaron la vida… pero no hay mayor amor que
dar la vida. Eso nos enseña Jesús.
Las «3-T», ese grito de ustedes que hago mío, tiene algo de esa
inteligencia humilde pero a la vez fuerte y sanadora. Un proyecto-puente de los
pueblos frente al proyecto-muro del dinero. Un proyecto que apunta al
desarrollo humano integral. Algunos saben que nuestro amigo el Cardenal Turkson
preside ahora el Dicasterio que lleva ese nombre: Desarrollo Humano Integral.
Lo contrario al desarrollo, podría decirse, es la atrofia, la parálisis.
Tenemos que ayudar para que el mundo se sane de su atrofia moral. Este sistema
atrofiado puede ofrecer ciertos implantes cosméticos que no son verdadero
desarrollo: crecimiento económico, avances técnicos, mayor «eficiencia» para
producir cosas que se compran, se usan y se tiran englobándonos a todos en una
vertiginosa dinámica del descarte… pero no permite el desarrollo del ser humano
en su integralidad, el desarrollo que no se reduce al consumo, que no se reduce
al bienestar de pocos, que incluye a todos los pueblos y personas en la
plenitud de su dignidad, disfrutando fraternalmente de la maravilla de la
Creación. Ese es el desarrollo que necesitamos: humano, integral, respetuoso de
la Creación.
Bancarrota y salvataje
Queridos hermanos, quiero compartir con ustedes algunas
reflexiones sobre otros dos temas que, junto a las «3-T» y la ecología
integral, fueron centrales en sus debates de los últimos días y son centrales
en este tiempo histórico.
Sé que dedicaron una jornada al drama de los emigrantes,
refugiados y desplazados. ¿Qué hacer frente a esta tragedia? En el Dicasterio
que tiene a su cargo el Cardenal Turkson hay un departamento para la atención
de estas situaciones. Decidí que, al menos por un tiempo, ese departamento
dependa directamente del Pontífice, porque aquí hay una situación oprobiosa,
que sólo puedo describir con una palabra que me salió espontáneamente en
Lampedusa: vergüenza.
Allí, como también en Lesbos, pude sentir de cerca el
sufrimiento de tantas familias expulsadas de su tierra por razones económicas o
violencias de todo tipo, multitudes desterradas –lo he dicho frente a las
autoridades de todo el mundo– como consecuencia de un sistema socioeconómico
injusto y de conflictos bélicos que no buscaron, que no crearon quienes hoy
padecen el doloroso desarraigo de su suelo patrio sino más bien muchos de
aquellos que se niegan a recibirlos.
Hago mías las palabras de mi hermano el Arzobispo Jerónimo de
Grecia: «Quien ve los ojos de los niños que encontramos en los campos de
refugiados es capaz de reconocer de inmediato, en su totalidad, la “bancarrota”
de la humanidad» (Discurso en el Campo de refugiados de Moria, Lesbos, 16 de
abril de 2016) ¿Qué le pasa al mundo de hoy que, cuando se produce la
bancarrota de un banco de inmediato aparecen sumas escandalosas para salvarlo,
pero cuando se produce esta bancarrota de la humanidad no hay casi ni una milésima
parte para salvar a esos hermanos que sufren tanto? Y así el Mediterráneo se ha
convertido en un cementerio, y no sólo el Mediterráneo… tantos cementerios
junto a los muros, muros manchados de sangre inocente.
El miedo endurece el corazón y se transforma en crueldad ciega
que se niega a ver la sangre, el dolor, el rostro del otro. Lo dijo mi hermano
el Patriarca Bartolomé: «Quien tiene miedo de vosotros no os ha mirado a los
ojos. Quien tiene miedo de vosotros no ha visto vuestros rostros. Quien tiene
miedo no ve a vuestros hijos. Olvida que la dignidad y la libertad trascienden
el miedo y la división. Olvida que la migración no es un problema de Oriente
Medio y del norte de África, de Europa y de Grecia. Es un problema del mundo»
(Discurso en el Campo de refugiados de Moria, Lesbos, 16 de abril de 2016).
Es, en verdad, un problema del mundo. Nadie debería verse
obligado a huir de su Patria. Pero el mal es doble cuando, frente a esas
circunstancias terribles, el emigrante se ve arrojado a las garras de los
traficantes de personas para cruzar las fronteras y es triple si al llegar a la
tierra donde creyó que iba a encontrar un futuro mejor, se lo desprecia, se lo
explota e incluso se lo esclaviza. Esto se puede ver en cualquier rincón de
cientos de ciudades.
Les pido a ustedes que hagan todo lo que puedan y nunca se
olviden que Jesús, María y José experimentaron también la condición dramática
de los refugiados. Les pido que ejerciten esa solidaridad tan especial que
existe entre los que han sufrido. Ustedes saben recuperar fábricas de las
bancarrotas, reciclar lo que otros tiran, crear puestos de trabajo, labrar la
tierra, construir viviendas, integrar barrios segregados y reclamar sin
descanso como esa viuda del Evangelio que pide justicia insistentemente (cf. Lc
18,1-8). Tal vez con su ejemplo y su insistencia, algunos Estados y Organismos
internacionales abran los ojos y adopten las medidas adecuadas para acoger e
integrar plenamente a todos los que, por una u otra circunstancia, buscan
refugio lejos de su hogar. Y también para enfrentar las causas profundas
por las que miles de hombres, mujeres y niños son expulsados cada día de su
tierra natal.
Dar el ejemplo y reclamar es una forma de meterse en política y
eso me lleva al segundo eje que debatieron en su Encuentro: la relación entre
pueblo y democracia. Una relación que debería ser natural y fluida pero que
corre el peligro de desdibujarse hasta ser irreconocible. La brecha entre los
pueblos y nuestras formas actuales de democracia se agranda cada vez más como
consecuencia del enorme poder de los grupos económicos y mediáticos que
parecieran dominarlas. Los movimientos populares, lo sé, no son partidos
políticos y déjenme decirles que, en gran medida, en eso radica su riqueza,
porque expresan una forma distinta, dinámica y vital de participación social en
la vida pública. Pero no tengan miedo de meterse en las grandes discusiones, en
Política con mayúscula y cito de nuevo a Pablo VI: «La política ofrece un
camino serio y difícil―aunque no el único―para cumplir el deber grave que
cristianos y cristianas tienen de servir a los demás» (Lett. Ap. Octogesima
adveniens, 14 de mayo 1971, 46).
Quisiera señalar dos riesgos que giran en torno a la relación
entre los movimientos populares y la política: el riesgo de dejarse encorsetar
y el riesgo de dejarse corromper.
Primero, no dejarse encorsetar, porque algunos dicen: la
cooperativa, el comedor, la huerta agroecológica, el microemprendimiento, el
diseño de los planes asistenciales… hasta ahí está bien. Mientras se mantengan
en el corsé de las «políticas sociales», mientras no cuestionen la política
económica o la política con mayúscula, se los tolera. Esa idea de las políticas
sociales concebidas como una política hacia los pobres pero nunca con los
pobres, nunca de los pobres y mucho menos inserta en un proyecto que reunifique
a los pueblos a veces me parece una especie de volquete maquillado para
contener el descarte del sistema. Cuando ustedes, desde su arraigo a lo
cercano, desde su realidad cotidiana, desde el barrio, desde el paraje, desde
la organización del trabajo comunitario, desde las relaciones persona a
persona, se atreven a cuestionar las «macrorelaciones», cuando chillan, cuando
gritan, cuando pretenden señalarle al poder un planteo más integral, ahí ya no
se los tolera tanto porque se están saliendo del corsé, se están metiendo en el
terreno de las grandes decisiones que algunos pretenden monopolizar en pequeñas
castas. Así la democracia se atrofia, se convierte en un nominalismo, una
formalidad, pierde representatividad, se va desencarnando porque deja afuera al
pueblo en su lucha cotidiana por la dignidad, en la construcción de su destino.
Ustedes, las organizaciones de los excluidos y tantas
organizaciones de otros sectores de la sociedad, están llamados a revitalizar,
a refundar las democracias que pasan por una verdadera crisis. No caigan en la
tentación del corsé que los reduce a actores secundarios, o peor aún, a meros
administradores de la miseria existente. En estos tiempos de parálisis, de desorientación
y propuestas destructivas, la participación protagónica de los pueblos que
buscan el bien común puede vencer, con la ayuda de Dios, a los falsos profetas
que explotan el miedo y la desesperanza, que venden fórmulas mágicas de odio y
crueldad o de un bienestar egoísta y una seguridad ilusoria.
Sabemos que «mientras no se resuelvan radicalmente los problemas
de los pobres, renunciando a la autonomía absoluta de los mercados y de la
especulación financiera y atacando las causas estructurales de la inequidad, no
se resolverán los problemas del mundo y en definitiva ningún problema. La
inequidad es raíz de los males sociales» (Exhort. ap. postsin. Evangelii
gaudium, 202). Por eso, lo dije y lo repito: «El futuro de la humanidad no está
únicamente en manos de los grandes dirigentes, las grandes potencias y las
elites. Está fundamentalmente en manos de los pueblos, en su capacidad de
organizarse y también en sus manos que riegan con humildad y convicción este
proceso de cambio» (Discurso en el Segundo Encuentro mundial de los Movimientos
Populares, Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, 9 de julio de 2015). La Iglesia
también puede y debe, sin pretender el monopolio de la verdad, pronunciarse y
actuar especialmente frente a «situaciones donde se tocan las llagas y el
sufrimiento dramático, y en las cuales están implicados los valores, la ética,
las ciencias sociales y la fe» (Discurso a la Cumbre de Jueces y Magistrados
contra el Tráfico de Personas y el Crimen Organizado, Vaticano, 3 de junio de
2016).
El segundo riesgo, les decía, es dejarse corromper. Así como la
política no es un asunto de los «políticos», la corrupción no es un vicio
exclusivo de la política. Hay corrupción en la política, hay corrupción en las
empresas, hay corrupción en los medios de comunicación, hay corrupción en las
iglesias y también hay corrupción en las organizaciones sociales y los
movimientos populares. Es justo decir que hay una corrupción naturalizada en
algunos ámbitos de la vida económica, en particular la actividad financiera, y
que tiene menos prensa que la corrupción directamente ligada al ámbito político
y social. Es justo decir que muchas veces se manipulan los casos de corrupción
con malas intenciones. Pero también es justo aclarar que quienes han optado por
una vida de servicio tienen una obligación adicional que se suma a la
honestidad con la que cualquier persona debe actuar en la vida. La vara es más
alta: hay que vivir la vocación de servir con un fuerte sentido de austeridad y
humildad. Esto vale para los políticos pero también vale para los dirigentes
sociales y para nosotros, los pastores.
A cualquier persona que tenga demasiado apego por las cosas
materiales o por el espejo, a quien le gusta el dinero, los banquetes
exuberantes, las mansiones suntuosas, los trajes refinados, los autos de lujo,
le aconsejaría que se fije qué está pasando en su corazón y rece para que Dios
lo libere de estas ataduras. Pero, parafraseando al ex Presidente
latinoamericano que está por acá, el que tenga afición por todas esas cosas,
por favor, que no se meta en política, que no se meta en una organización
social o en un movimiento popular, porque va a hacer mucho daño a sí mismo y al
prójimo y va a manchar la noble causa que enarbola.
Frente a la tentación de la corrupción, no hay mejor antídoto
que la austeridad; y practicar la austeridad es, además, predicar con el
ejemplo. Les pido que no subestimen el valor del ejemplo porque tiene más
fuerza que mil palabras, que mil volantes, que mil likes, que mil retweets, que
mil videos de youtube. El ejemplo de una vida austera al servicio del prójimo
es la mejor forma de promover el bien común y el proyecto-puente de las 3-T.
Les pido a los dirigentes que no se cansen de practicar la austeridad y les
pido a todos que exijan a los dirigentes esa austeridad, la cual –por otra
parte– los hará muy felices.
Queridos hermanas y hermanos
La corrupción, la soberbia, el exhibicionismo de los dirigentes
aumenta el descreimiento colectivo, la sensación de desamparo y retroalimenta
el mecanismo del miedo que sostiene este sistema inicuo.
Quisiera, para finalizar, pedirles que sigan enfrentando el
miedo con una vida de servicio, solidaridad y humildad en favor de los pueblos
y en especial de los que más sufren. Se van a equivocar muchas veces, todos nos
equivocamos, pero si perseveramos en este camino, más temprano que tarde, vamos
a ver los frutos. E insisto, contra el terror, el mejor antídoto es el amor. El
amor todo lo cura. Algunos saben que después del Sínodo de la familia escribí
Amoris Laetitia, un documento sobre el amor en la familia de cada uno, pero
también en esa otra familia que es el barrio, la comunidad, el pueblo, la
humanidad. Uno de ustedes me pidió distribuir un cuadernillo que contiene
un fragmento del capítulo cuarto de ese documento. Creo que se los van a
entregar a la salida. Va entonces con mi bendición. Allí hay algunos «consejos
útiles» para practicar el más importante de los mandamientos de Jesús.
En Amoris Laetitia cito a un fallecido dirigente afroamericano,
Martin Luther King, el cual volvía a optar por el amor fraterno aun en medio de
las peores persecuciones y humillaciones. Quiero recordarlo hoy con ustedes:
«Cuando te elevas al nivel del amor, de su gran belleza y poder, lo único que
buscas derrotar es los sistemas malignos. A las personas atrapadas en ese
sistema, las amas, pero tratas de derrotar ese sistema […] Odio por odio sólo
intensifica la existencia del odio y del mal en el universo. Si yo te golpeo y
tú me golpeas, y te devuelvo el golpe y tú me lo devuelves, y así sucesivamente,
es evidente que se llega hasta el infinito. Simplemente nunca termina. En algún
lugar, alguien debe tener un poco de sentido, y esa es la persona fuerte. La
persona fuerte es la persona que puede romper la cadena del odio, la cadena del
mal» (n. 118; Sermón en la iglesia Bautista de la Avenida Dexter, Montgomery,
Alabama, 17 de noviembre de 1957).
Les agradezco nuevamente su presencia. Les agradezco su trabajo.
Quiero pedirle a nuestro Padre Dios que los acompañe y los bendiga, que los
colme de su amor y los defienda en el camino dándoles abundantemente esa fuerza
que nos mantiene en pie y nos da coraje para romper la cadena del odio: esa
fuerza es la esperanza. Les pido por favor que recen por mí y los que no pueden
rezar, ya saben, piénsenme bien y mándenme buena onda. Gracias.
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